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A finales del siglo XIX Japón se estaba convirtiendo en un país moderno, industrializado y, carente de materias primas, en creciente expansión. Esto le llevó a entrar en conflicto con sus gigantescos vecinos, China y el Imperio Ruso. Tras derrotar fácilmente al primero, llegó el turno de enfrentarse al poderoso ejército zarista. Pero este resultó un gigante con pies de barro. Las sangrientas batallas que tuvieron lugar en Corea y Manchuria pusieron de manifiesto todas sus debilidades frente a un ejército agresivo, al que inicialmente despreciaba pero pronto aprendió a temer. Pero donde más patente resultó la derrota fue en el mar. La Armada Imperial, moderna, bien adiestrada y con un soberbio espíritu de lucha, aniquiló a la flota rusa y emergió como una seria amenaza para la hegemonía de las potencias occidentales en el Pacífico.