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En abril de 1911 Albert Einstein se fue a vivir a Praga. Tenía treinta y seis años. Fue tan casual como histórico el hecho de que allí conociese a un joven
En abril de 1911 Albert Einstein se fue a vivir a Praga. Tenía treinta y seis años. Fue tan casual como histórico el hecho de que allí conociese a un joven abogado judío checo que escribía relatos en alemán, se llamaba Franz Kafka. Tenía veintiocho años. Einstein fue incluido en las habituales tertulias del café Louvre, el centro intelectual de Praga en aquel momento, donde se escuchaba música y se montaban unas tertulias del más alto nivel intelectual. Muchos de los asistentes eran judíos de lengua alemana, caso de Kafka y su fiel amigo Max Brod, de Hugo Bergmann, Oskar Kraus, Franz Werfel, el matemático Georg Pick. Junto a otros no judíos como el escritor Karel Capek. ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Qué ideas intercambiaron? ¿Se influyeron mutuamente desde una perspectiva filosófica o de pensamiento profundo? ¿Se cayeron bien? En la correspondencia de Kafka no hay ni la mínima mención a Einstein por parte del autor de El proceso. Algo sorprendente. Tampoco a la inversa. Einstein y Kafka, dos símbolos, dos iconos populares de nuestra era sirven de punto de partida para este decálogo de las enormes aportaciones en el campo de las ciencias empíricas y también en el de las humanidades las letras y las artes de los individuos de origen judío en la modernidad. No pocos de los nombres que el lector verá por las páginas de este libro parten de uno de esos dos troncos, el einsteniano y el kafkiano.